sábado, 11 de abril de 2009

Verdinegro


[Somos los niños con visiones de guerra
Somos el color pardo que toma la sangre en la madera
La flor que se pudre al contemplar el homicidio]

Llegamos al claro entre las malezas
Aislados, palúdicos, temblando al intentar abrir la ración de conservas
Devorando desesperadamente, ignorando las larvas que cubren el alimento
Aprovechándolas

Ya saciado, el soldado yace sentado con las rodillas flexionadas. Apoya su espalda en un tronco hueco de gran tamaño. Siente el abrazo del calor, ahogándolo, violentamente nauseabundo en los días de trayecto desesperado y sin la posibilidad de recostarse y dormir. Su cuerpo lo abandona lentamente, y el aire enrarecido lo sugestiona. Dormita con ojos abiertos, amarillos, y su mente evoca los días en las calles de Sicilia, robando mendrugos de pan, recorriendo los atardeceres en bicicleta. No puede recordar una sola cara, a ningún familiar ni amigo, por mucho que lo intente.
Suelta algunas lágrimas, que surcan su cara y humedecen el suelo, al morir sin el pequeño soplo de ternura, sin el alivio y la nostalgia de las sonrisas de los amigos, los juegos, los días en el río, los planes que hacían para encontrarse con las chicas, el amor de su austera familia, de su madre, adusta, religiosa, siempre optimista, de su padre, severo y trabajador, violinista frustrado y gran enmarcador de cuadros, con sus consejos fatalistas, con su franqueza. Su hermana, princesa, diabla, aguda inteligencia, siempre retándolo, siempre alentándolo. La fiebre y la alucinación lo habían vaciado. Solo la imagen del cielo anaranjado recortada por las ramas de los árboles ocupa su mente antes de morir, como una fotografía.